Nunca dejaremos de llamar la atención sobre aquel fragmento póstumo del verano de 1887, al que tanto Montinari como Pannenberg concedieron una importancia especial. Lo comentamos hace años en nuestra tesis:
Un
fragmento fundamental del verano de 1887 habla de que la moral cristiana ha
protegido al hombre del nihilismo en tres sentidos. En primer lugar,
atribuyendo «al hombre un valor absoluto». En segundo lugar, reconociendo
perfección al mundo. Por último, asignando al hombre el conocimiento de valores
absolutos. De este modo la moral cristiana ha impedido «que el hombre se
despreciara a sí mismo, que tomara partido contra la vida, que desesperara del
conocimiento», y ésta es la forma en que fue «el gran antídoto contra el
nihilismo práctico y teórico». Pero el compromiso con la sinceridad anejo a
esta moral ha terminado finalmente por destruir su mismo fundamento, es decir,
la fe en Dios
Es preciso que lo
repensemos una y mil veces, tal vez pensando que, para desgracia de los
hombres, cada vez se hace más cierta y más onerosa la carga nihilista de
nuestro presente. Otra cosa diferente es que la Iglesia y los cristianos no
hayan sido consecuentes con estos principios constitutivos.
El primero: la moral cristiana ha atribuido
al hombre un “valor absoluto”. Valor
que ha sido despreciado y violentado constantemente en la contemporaneidad, no
hace falta recurrir a ejemplos puesto que son conocidos y continuos: desde el
trato colonial a los campos, los gulag o las conocidas
situaciones presentes (Abu Ghraib, Guantánamos, etc.).
Efectivamente, otorgar al ser humano el
estatuto metafísico y antropológico de
criatura “especial” que mantiene en sí algo del espíritu divino, pese al
pecado habría evitado –como señalaban estos autores- que el hombre se volviera
contra sí, se despreciara o “tomara
partido contra la vida”. Este gran “antídoto
contra el nihilismo teórico y práctico”, se ha deshecho como un azucarillo
en el momento nihilista presente, junto con los otros dos frenos: unos valores absolutos y la afirmación de la
perfección del mundo.
La desaparición de estos frenos ha hecho que
se desencadenaran, efectivamente, las fuerzas más opuestas al cristianismo, tal
como nos advertía en otro fragmento póstumo:
Nos precipitaremos súbitamente en las apreciaciones opuestas
con una cantidad de energía igual a aquella con que hemos sido cristianos
La consecuencia ha sido una nueva libertad, enorme y
terrible, que ya vislumbraba el loco de la linterna en el #125 de La gaya ciencia; libertad, también para el mal, sobre la que Camus
reflexionaba ampliamente en El hombre
rebelde.
Hoy el cristianismo
no proporciona ningún freno normativo al ser común. En parte porque el
cristianismo institucional actúa movido por vaivenes y contradicciones políticas en su dialéctica personal con
el mundo.
El otro argumento
que Pannenberg, Montinari y, con enorme
profundidad, Valadier han desarrollado es la voluntad de “veracidad” que el
cristianismo llevaba en su seno como una semilla potencialmente destructora de
sus propias verdades. Veracidad que
impide al hombre actual la creencia,
tal como se practicaba durante siglos.
La situación
muestra a un ser que cada vez sufre más, que busca a tientas agarraderos
espirituales, desfondado, sin referencias, atomizado y separado progresivamente
de las viejas estructuras (religiosas o no) que construían lazos comunitarios. Sin creencia, pero crédulo, al que
ni la Política, ni el Arte, ni la Cultura, ni aún el deporte logran re-componer.
¿Qué hemos ganado?
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