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martes, 7 de junio de 2022

EL CRISTIANISMO COMO FRENO DEL NIHILISMO

 Nunca dejaremos de llamar la atención sobre aquel fragmento póstumo del verano de 1887, al que tanto Montinari como Pannenberg concedieron una importancia especial. Lo comentamos hace años en nuestra tesis:

Un fragmento fundamental del verano de 1887 habla de que la moral cristiana ha protegido al hombre del nihilismo en tres sentidos. En primer lugar, atribuyendo «al hombre un valor absoluto». En segundo lugar, reconociendo perfección al mundo. Por último, asignando al hombre el conocimiento de valores absolutos. De este modo la moral cristiana ha impedido «que el hombre se despreciara a sí mismo, que tomara partido contra la vida, que desesperara del conocimiento», y ésta es la forma en que fue «el gran antídoto contra el nihilismo práctico y teórico». Pero el compromiso con la sinceridad anejo a esta moral ha terminado finalmente por destruir su mismo fundamento, es decir, la fe en Dios

 

Es preciso que lo repensemos una y mil veces, tal vez pensando que, para desgracia de los hombres, cada vez se hace más cierta y más onerosa la carga nihilista de nuestro presente. Otra cosa diferente es que la Iglesia y los cristianos no hayan sido consecuentes con estos principios constitutivos.

   El primero: la moral cristiana ha atribuido al hombre un “valor absoluto”. Valor que ha sido despreciado y violentado constantemente en la contemporaneidad, no hace falta recurrir a ejemplos puesto que son conocidos y continuos: desde el trato colonial a los campos, los gulag  o las conocidas situaciones presentes (Abu Ghraib, Guantánamos, etc.).

   Efectivamente, otorgar al ser humano el estatuto metafísico y antropológico de  criatura “especial” que mantiene en sí algo del espíritu divino, pese al pecado habría evitado –como señalaban estos autores- que el hombre se volviera contra sí, se despreciara o “tomara partido contra la vida”. Este gran “antídoto contra el nihilismo teórico y práctico”, se ha deshecho como un azucarillo en el momento nihilista presente, junto con los otros dos frenos: unos valores absolutos y la afirmación de la perfección del mundo.

   La desaparición de estos frenos ha hecho que se desencadenaran, efectivamente, las fuerzas más opuestas al cristianismo, tal como nos advertía en otro fragmento póstumo:

Nos precipitaremos súbitamente en las apreciaciones opuestas con una cantidad de energía igual a aquella con que hemos sido cristianos

La consecuencia ha sido una nueva libertad, enorme y terrible, que ya vislumbraba el loco de la linterna en el #125 de La gaya ciencia; libertad, también para el mal, sobre la que Camus reflexionaba ampliamente en El hombre rebelde.

   Hoy el cristianismo no proporciona ningún freno normativo al ser común. En parte porque el cristianismo institucional actúa movido por vaivenes y contradicciones políticas en su dialéctica personal con el mundo.

   El otro argumento que Pannenberg,  Montinari y, con enorme profundidad, Valadier han desarrollado es la voluntad de “veracidad” que el cristianismo llevaba en su seno como una semilla potencialmente destructora de sus propias verdades. Veracidad que impide al hombre actual la creencia, tal como se practicaba durante siglos.

   La situación muestra a un ser que cada vez sufre más, que busca a tientas agarraderos espirituales, desfondado, sin referencias, atomizado y separado progresivamente de las viejas estructuras (religiosas o no) que construían lazos comunitarios. Sin creencia, pero crédulo, al que ni la Política, ni el Arte, ni la Cultura, ni aún el deporte logran re-componer.

   ¿Qué hemos ganado?

 

 

 

 

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