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domingo, 5 de mayo de 2019

EMIL NOLDE, Crucifixión, 1912


EMIL NOLDE, Crucifixión, 1912

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Emil Nolde (1867-1956) perteneció al movimiento estético del “expresionismo” alemán, que tuvo vigencia en la segunda y tercera década del siglo XX, coincidiendo con la coyuntura de la I Guerra Mundial y la llamada <Europa de Entreguerras>. Si los postimpresionistas, especialmente Van Gogh y Gauguin habían convertido el color en un elemento para plasmar no la ‘realidad’ sino la realidad ‘interior’ del artista, como proyección de sus sentimientos y estados de ánimo, los expresionistas, continuando con esa fórmula de colores ‘arbitrarios’ y deformando conscientemente la naturaleza para hacerle decir todo lo que ellos pretendían, llevaron aquella nueva radicalidad a su máxima expresión.
  Aunque no todos lo reflejan de la misma manera (pensemos en Fran Marc y sus <<caballos azules>>), ciertamente el tono vital y la filosofía de fondo de estos creadores fue fatalista y pesimista, de la misma forma que sus hermanos expresionistas en esos años de la cinematografía alemana (Wiene, Lang, Murnau). Hay que comprender porqué –aunque no tengamos espacio para profundizar en las razones-, aquéllos artistas fueron tan ‘trágicos’. Alemania provocó y padeció la insoportable tensión prebélica, luego la terrible guerra del 14-18 y los años que la sucedieron, los años de la República de Weimar, fueron de enorme inestabilidad política y de grandes desastres económicos; aunque, eso sí, también una cierta edad de oro de la cultura alemana (los años de la Bauhaus, de la Escuela de Francfort..). Años creativos, pero dramáticos y angustiosos que el arte reflejó en toda su cruel dimensión. Hay que tener en cuenta, además, que el sueño burgués ‘optimista’ y la ideología de tradición ilustrada habían cedido paso, con el cambio de siglo, a corrientes de pensamiento individualistas, críticas con el mundo industrial, cuando no fuertemente irracionalistas.
   Nolde nos presenta aquí un tema aparentemente ‘religioso’: nada tan clásico y tradicional como una crucifixión, seguramente el tema más reiteradamente repetido de toda la pintura y escultura occidentales. Pero, si os fijáis bien, nada en este cuadro nos hace pensar en la ‘victoria’ del hijo de Dios. Y es que, curiosamente, ha sido (con los precedentes de Gaugin y sus Cristos ‘amarillos’, y también Van Gogh, Daumier, etc.) la época de la des-creencia, del ateísmo, la que mejor ha sabido atisbar la idea de un dios sufriente, vencido, ‘rebajado’ a la condición de esclavo, como decía Pablo en su epístola a los Colosenses. Cristo (también en Goya que lo identifica con el español que abre sus brazos a la muerte en El 3 de mayo) ya no es el símbolo de una fe y una victoria, sino sólo el paradigma del justo que sufre, del oprimido, del inocente, de la debilidad…, el Cristo que expira diciendo ¡Padre!, ¿por qué me has abandonado? El Cristo de Nolde es también, como decía nuestro poeta León Felipe, el niño judío que esperaba a que abrieran los hornos crematorios... Nolde nos ha representado, con una sensibilidad plenamente contemporánea, a todas las víctimas, a los ahogados silenciosos de cada día en el Mare Nostrum, a todos los que nos interrogan en silencio sobre nuestra comodidad satisfecha.

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