Un breve ensayo del filósofo G. Agamben (1942) sobre el proceso que sufre Jesús ante Pilato[1] obliga a pensar exnovo un episodio que siempre habíamos resuelto con las lecturas obvias: el escepticismo de un romano ante las sutilezas profético-religiosas de los judíos; la falta de decisión del magistrado; la maldad del Sanedrín; la incomprensible reacción de la chusma prefiriendo a Barrabás; la famosa sentencia ¿qué es la verdad?, etc,… Ahora Agamben nos obliga a repensar el episodio (más explícito en el evangelio de Juan) desde otras perspectivas. Ya en La Iglesia y el Reino reflexionaba sobre la diferencia entre el tiempo sagrado (aquel que conocía y ha olvidado la Iglesia) y el profano dominante, el que ha instaurado hegemónicamente la oikonomía, es decir el tiempo completamente secular de la actividad humana, la historia, si se prefiere. Ahora en Pilato y Jesús (2013) reaparece este asunto dentro de un problema más general: el proceso de Jesús no fue en ningún modo un jucio; tampoco hubo condena, y su ejecución no fue la aplicación de una pena.
EL PROBLEMA DEL TIEMPO
CRISTIANO
En aquel ensayo, recordemos, Agamben venía a
hablar de un llamémosle error en la percepción
de la importancia del tiempo para los cristianos. El cristiano tendría (o debería tener)
presente dos tiempos en su
existencia: el tiempo real, cronológico,
de su vida y, quizás,
el tiempo final, el de la consumación de los tiempos, el
tiempo escatológico
en general, el tiempo del Juicio; convirtiendo de ese modo en esencial el tiempo-tensión que media
entre ellos, es decir, el tiempo que
resta.
Ambos tiempos –el escatológico y el
profano- no se comunican. La “vida del mundo futuro” es ajena al tiempo.
Mas, cuando los cristianos antiguos
creyeron que el tiempo que restaba era breve (esto es claro en
Pablo, por ejemplo), entendieron que su estancia en la existencia actual era un tiempo de «hospedaje» (este es el sentido
etimológico
de «parroquia», de paroikeîn, “hospedarse como un extranjero”, dice Agamben). Cuando la comunidad cristiana
comprendió que la venida mesiánica no era inminente, cambió y creó “una
organización
institucional y jurídica
estable”. Pero,
con el tiempo –sostiene-
la Iglesia ha perdido la experiencia mesiánica del tiempo.
Más complicado es explicar la naturaleza de ese «tiempo» que es el tiempo
cristiano por excelencia; que no es exactamente el tiempo que media entre el
tiempo presente y el tiempo escatológico, sino más bien una “transformación cualitativa” de ese tiempo; es un
tiempo que se
define a la vez por un «ya» y un «todavía no». Ese tiempo se expresa en Pablo a través del tiempo
presente: «…viene como ladrón en la noche» y las referencias al
Mesías
no dicen “el que va a venir” sino “el que viene”. También Jesús expresa la
inminente llegada del Reino como futura y presente a la vez en numerosos
pasajes evangélicos
(Os digo que no pasará esta generación,…
Mat 24:34)
Lo
que quiere aclarar Agamben es que el tiempo mesiánico no es el tiempo apocalíptico; y que para el
cristiano es el primero el verdaderamente importante:
Lo mesiánico
no es el fin del tiempo sino el tiempo del fin. Lo mesiánico
no es el fin del tiempo sino la relación de todo instante,
de todo kairós, con el fin del tiempo y la eternidad[2]
Por tanto,
ese tiempo fundamental es una “transformación
radical -dice Agamben- de la representación y
de la experiencia habitual del tiempo”. Como es lógico, una transformación así de la experiencia temporal solo puede
darse en el mismo instante de una transformación completa del ser o, como dice Agamben, “de nosotros mismos y de nuestro modo de vivir”
(p. 60).
La
expresión más acabada, comenta,
de esta transformación
es la que encontramos en 1 Cor 7, 29-31, la famosa cita del «hos mé» (como si no):
“El
hos mé, el «como si no»,
significa que el sentido último de la vocación
mesiánica es la revocación de toda vocación” [3]
La
iglesia hoy, dice el filósofo,
ha olvidado leer las señales
del tiempo, ha olvidado “reconocer en su curso [el de la historia] la
economía de la salvación”. Pero esta concepción del tiempo es para él
fundamental como oposición-tensión al que “retiene
y difiere el fin a lo largo del curso lineal y homogéneo del tiempo cronológico”, es decir, al tiempo
dirigido por la Ley o el Estado, el cual “está volcada en la economía, es decir, en el
gobierno infinito del mundo” (pp. 64-65). La debilidad de la exigencia escatológica
acrecienta el omnipoder de sus formas paródicas y secularizadas (de la economía, de la hipertrofia
del derecho y de los gobiernos) que continuamente parodian en forma de “crisis” y “excepción permanente” el Juicio Universal:
“A
medida que la percepción de la economía de la salvación
en el tiempo histórico se debilita y cancela, la economía
extiende su dominio ciego e irrisorio sobre todos los aspectos de la vida
social” [4]
Para Agamben, la legitimación y la supervivencia de la Iglesia es,
precisamente, no abandonar esa concepción de la vida y de la existencia como
tiempo mesiánico,
el como si no…. Si prescinde de sus propios fundamentos
puede convertirse en una institución más, corriendo la misma suerte que todas. No puede ser solamente una
gigantesca ONG, no puede ser solo «conciencia» del mundo en un
mundo sin «conciencia» (a la manera del
papa Francisco), porque esa misión la pueden desarrollar otras ideologías. No puede animar a
pensar solo en el fin (la salvación) ignorando los sufrimientos y desigualdades de la vida real
(como harán los conservadores cristianos), pero no puede solo combatir los problemas del siglo y
justificarse desde la ética
(como haría una
iglesia únicamente progresista).
Este es su reto.
EL
<JUICIO> DE JESÚS Y SU IMPORTANCIA PARA LA HISTORIA
A partir del juicio de Pilato, Agamben conecta
con esta problemática de los dos tiempos, que viven de espaldas entre sí: el
tiempo abocado a una consumación que nos enseñaba el cristianismo clásico y el
tiempo del puro quehacer humano que se reproduce y se transforma sin horizonte
de duración. La extraña resolución del juicio de Jesús ahonda en la
imposibilidad de que los tiempos coexistan en armonía. Dice Agamben:
Si Pilato no emitió un juicio legítimo […] cae
también con esto toda posibilidad de una teología política cristiana y de una
justificación teológica del poder profano. El orden jurídico no se deja
inscribir tan nítidamente en el orden de la salvación, ni este en aquel.
Pilato, con su falta de resolución […] dividió para siempre los dos órdenes;
cuando menos, hizo insondable su relación. De este modo condenó a la humanidad
a una krísis incesante, incesante
porque no puede ser decidida jamás de una vez y para siempre.
La
irresolubilidad implícita en la confrontación entre los dos mundos y entre
Pilato y Jesús se comprueba en las dos ideas-clave de la Modernidad: que la
historia es un “proceso” y que este proceso, por cuanto no termina en un
juicio, se halla en estado de crisis permanente. En este sentido, el proceso de
Jesús es una alegoría de nuestro tiempo que, como toda época histórica que se
respete a sí misma, deberá tener la forma escatológica de una novissima die, pero que ha sido privada
de ella por la tácita y progresiva extinción del dogma del juicio universal, de
lo cual la Iglesia ya no quiere ni hablar (pp. 53-54).
Deteniéndonos
un poco en el famoso episodio entre Pilato y el Cristo, Agamben sostiene que en
él difícilmente puede hablarse de “juicio”. Todo lo más estamos ante un
“proceso”. No es un juicio porque nunca es formalizado
como tal y, además, no se produce “condena”. Simplemente, el reo es “entregado”
a los judíos[5].
La dificultad que tenemos para llamar
“juicio” a lo que ocurre entre Pilato y Jesús (no hay pena si no hay juicio, nulla poena sine iudicio), se extiende a
la crucifixión: “A un proceso sin juicio
le sigue una pena capital sin condena” (p. 48). Y se pregunta el filósofo:
“¿Por qué el acontecimiento decisivo de la
historia universal –la pasión de Cristo y la redención de la humanidad- debe
tomar forma de proceso?” (p. 52)
¿Qué
quiere decir, entonces, este punto oscuro del que se ocupa Agamben? ¿Que la
legitimación del Imperio romano se tambalea? ¿Que no se cumplió
escrupulosamente lo que estaba escrito que había de suceder, que Cristo fuera
juzgado y condenado según la Ley de los hombres? Y esta cesura, esta
no-correspondencia entre el proceso sin juicio de Jesús y su muerte sin
condena, ¿por qué señala –a juicio de Agamben- una imposibilidad de
entendimiento y correspondencia entre la ley humana y la divina?
Lo que hace especial el tiempo de los
hombres es que se va a acabar, que un juicio les espera y eso los coloca en una
situación “provisional”; por eso se alude a las palabras de Pablo (I Cor. 7: 30):
el tiempo es corto y por eso se ha de vivir como
si no (hós me). Pero, ¿qué ocurre cuando el tiempo completamente profano
(el de la “economía”, no ya el de la “salvación”) se instala como tiempo único,
indolente, sin resolución, abandonado a la pura inmanencia del devenir? ¿En qué
situación deja eso a los hombres que ya no tienen ninguna necesidad de vivir
“como si no”, y pueden entregarse completamente al tiempo?
[1]
G. Agamben, Pilato y Jesús, 2014.
[2] op. cit., p. 58.
[3]
Ibid, p. 61. Esta es
también la exigencia radical planteada por Jesús al joven que quería ser perfecto (“deja
que los muertos entierren a los muertos…”).
[4] Ibid,
p. 65.
[5] Desde el punto de vista del derecho, Jesús de Nazaret no fue
condenado, sino asesinado: su sacrificio no fue una injusticia, fue un
homicidio (Rosadi, pp. 407-408). Citado en Agamben, p.33.
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