JULIO CÉSAR (44 a. C.)
Es fácil vivir con los ojos cerrados
cantaban aquellos muchachos de Liverpool
en la canción más célebre de Lennon antes de separarse.
Pero no es fácil morir con los ojos cerrados
es lo que pensé cuando me vino encima
la acometida bárbara de aquellos matarifes.
Creo recordar que miré el rostro de mis asesinos
con el mío pasmado de incredulidad al notar
que manaba la sangre de mi cuello mientras
buscaba apoyo en los fustes de mármol con la espalda.
Un fugaz pensamiento de esto no está pasando
y la mano teñida de rojo en la columna
antes de una quemazón en el tórax que fue definitiva.
Unos segundos después togas de senadores sobre mi cuerpo
ya desfallecido y la imagen de Bruto
a quien Dante sitúa en el infierno (¡por muchas eternidades!).
Es extraño que mi último pensamiento fuese para Calpurnia
aunque seguro que pareció grato a los dioses
en vez del arrepentimiento por mis vicios
o el odio tribal contra mis verdugos.
No hacía falta tanta prisa por cruzar el Rubicón.
Pero en verdad la suerte estaba echada.
Por qué no hice caso al viejo que me avisó de los idus de marzo.
Me burlé de su mal augurio cuando me dijo
que hasta la media nox aún era jornada.
No recuerdo el rostro que tuve en vida.
Me imagino con el de Louis Calhern
mejor que con el de ese británico risueño de Rex Harrison.
Tampoco me disgusta la nariz enorme que me puso
el galo Uderzo. Demostró un gran olfato.
Después de Octavio muchos enloquecieron:
Tiberio el medroso
Calígula el salvaje
Nerón el monstruo.
Que la tierra les sea leve como fue para mí
el dulce calor de la sangre que fluía de mi cuerpo
a las puertas del Senado en los idus de marzo.
Pero Roma olvida pronto a los mártires
porque tiene demasiados en sus listas.
Veni, vidi, mortuus sum
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