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martes, 3 de abril de 2018


ALGO EN QUE CREER
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Es extraño que se haga en estos tiempos una producción como «Algo en que creer». Temáticamente plantea cuestiones trascendentes con cierta virulencia verbal y visual, que chirría con las series al uso. Tiene un sabor como de deja vu, pero hace mucho tiempo. Habría que remontarse a los dramas bergmanianos de los sesenta, es decir a El silencio, Los comulgantes y Como en un espejo para encontrar los ecos primeros de estos temas. Además, visto desde aquí, desde la condición de espectador español, ya es chocante inicialmente la sola idea de una «familia sacerdotal». El nuestro es un país de sacerdotes solteros, lógicamente, y los problemas del cura español -mejor o peor tratados en los diferentes artes- chocan con las cuestiones de familia de un sacerdote danés, casado, con relaciones sexuales aquí y allá, con dudas, incoherencias, soberbias y sermones memorables.
   Algunos temas que se van abriendo paso en la serie tocan cuestiones muy actuales: por ejemplo, de manera muy incidental, la amenaza del terrorismo islámico; también la psiquiatrización-medicalización de los problemas o, mejor aún, la farmacología psiquiátrica generalizada en los países desarrollados, que en este caso afecta al hijo pastor (August) por su, digamos, estrés post-traumático a raíz de una muerte que produjo en Irak, donde servía como capellán castrense.  
    Pero el verdadero núcleo que interesa de la serie es –además, por supuesto, de la crisis de feligreses y el futuro de la institución eclesiástica (danesa)- la relación del cristiano en primer lugar con su Dios y, en segundo lugar, con su prójimo.


II

En una línea de reflexión que nos parece provechosa para seguir  nuestra lectura de los trasfondos de esta serie danesa (y en definitiva sobre las diferencias en la  vivencia religiosa entre el católico y el protestante), un reciente artículo de Fernando Rey (“Reforma protestante y constitucionalismo”, El País, 26 de febrero de 2018) aporta algunas reflexiones muy interesantes al respecto.
   Este escrito, aunque quiere mostrar cómo el constitucionalismo americano y otros aparecen íntimamente relacionados con las concepciones puritanas, presenta una cuestión, en modo alguno marginal, sobre la vivencia de la fe, los méritos y  la responsabilidad individual ante el Creador, diferenciando el ámbito protestante, en este caso calvinista, del católico. Este es el párrafo que nos interesa ahora:

“Frente a la doctrina  medieval católica del purgatorio, escribe C. Hill, que concibe  a la Iglesia como una sola comunidad, de modo que los méritos de los cristianos (incluyendo los santos muertos) eran ingresados en un banco eclesiástico, del cual, a través de la mediación de los sacerdotes y a través de diversos expedientes (ofrendas, penitencia, etc.), podían ser liquidados por los cristianos individuales, el protestantismo popularizó la idea de que el individuo tenía una hoja de saldos espirituales, de que sus pérdidas y ganancias se registraban en un diario. Es más, a diferencia de la tradición católica, en la protestante Cristo no sana del todo los pecados, sino que los cubre; de ahí el sentido de culpa y responsabilidad individual. La cosa no es tan sencilla como una confesión”.

   Estas ideas calzan como un guante a las peripecias espirituales de los personajes de “Algo en que creer”. Ninguna mediación queda ya entre Dios y el hombre; en cierto modo debería dar la impresión de que Dios se eleva a una altura sobrehumana ante las debilidades humanas, pero sucede lo contrario: Dios es tuteado, imprecado, como no se atrevería a hacer casi ningún católico. Aún así,  estos pastores –padre, hijo e incluso el hermano no religioso- nunca quedan tranquilos por completo, nunca resuelven del todo sus cuitas con el creador, nunca resuelven del todo sus cuitas consigo mismos. La responsabilidad personal parece disparada, frente a la relajación total de culpa con la que muchos católicos salían tras confesar y hacer aguda penitencia. Allí nunca se creen del todo «perdonados» y la cuestión de las obras no resuelve los problemas: uno no se encuentra nunca del todo satisfecho porque atienda humildemente los problemas de su comunidad y se vuelque en ellos. Siempre parece poco y siempre (por ejemplo el hijo pastor, August) quiere y necesita hacer más; pero se evidencia que el problema externo que se resuelve (por ejemplo la ayuda a un adolescente, inmigrante ilegal, hermano de un detenido por terrorismo al que se le ha prometido amparo) solo es el medio o recubrimiento de un problema interior de naturaleza posiblemente irresoluble.

III

Esto nos lleva a la cuestión más general de la actualidad inacabable del problema que plantea la primacía de la «fe» sobre las «obras» o al revés. Esta cuestión que siempre nos ocupó, aún la hace más actual las reflexiones de mi amigo Roberto Pastor, que lleva unos cuantos meses –en relación con sus lecturas- ocupado con el tema de Lutero, la fe, las obras, etc. No podemos, en definitiva, sino opinar modestamente sobre un tema del que poseemos escasos conocimientos y, además, sobre el que hemos tenido vacilaciones abundantes, sobre todo en los últimos tiempos. Probablemente parte del problema estriba en que, por nuestra información muy superficial sobre la doctrina luterana, hemos hecho un cliché facilón de estas cuestiones. Y, en definitiva, hemos visto tradicionalmente, la primacía de las obras, no, naturalmente las «obras» en el sentido tradicional de la iglesia católica que repugnaban a Lutero, sino las obras que se pueden sintetizar en el famoso «óbolo de la viuda» (Lc 21, 1:4). Queremos incluir también, por ejemplo, el hecho de recoger y proteger de la «justicia» del estado a inmigrantes ilegales, como han hecho algunos sacerdotes españoles y como muestra por ejemplo el cine francés en La casa junto al mar (R. Gueguidian, 2017). Así, nos parecía, refrendados por algunas lecturas que nos confirmaban en ello, que la exhortación de Cristo a los hombres era una exhortación a la praxis, aunque la fe sea su condición previa: “Si tuvierais la fe de un grano de mostaza…” (Mt 17:20); así en Mt 10, 8:10: “Curad enfermos, resucitad muertos...”. Mientras, naturalmente, entendíamos que Pablo –así pareció entenderlo también el reformador- era una continua exhortación a la fe ( "Porque por gracia de Dios sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe", Ef 2, 8:9).
   Pero, parte del problema de que no lo veamos tan claro procede de que, después de mucho reflexionar y ver, hemos llegado a la conclusión de que así como las obras nos son «comprensibles» a todos, no lo es en absoluto alcanzar un conocimiento de qué sea la «fe». Un poco siguiendo a Kierkegaard en Temor y Temblor, existe un salto imposible de realizar para la mayoría de nosotros respecto al Ser absoluto; por eso no podemos saber con certeza qué es la Fe, ni como se duda, se vacila o se recupera. No estamos en posición –hombres seculares- de tener una intuición inmediata e incontrovertible de Dios y la expresión «silencio» que viene siendo habitual en la teología e incluso en el arte cinematográfico como hemos dicho, solo es una bella metáfora, utilizada incluso por un creyente católico tan firme como Joseph Ratzinger para expresar que no sabemos.
    Entendíamos además –ahora tenemos la impresión de estar equivocados- que la fe no tiene la solidez de las obras (pero esto es también pensar como hombres prácticos, seculares), es decir, que las realidades de la práctica caritativa son palpables y la mejoría del mundo inmediata; mientras que la fe –pensábamos-, como les ocurre a los personajes daneses de Algo en que creer, no sale del ámbito de la conciencia, modifica acaso al individuo, o tal vez lo anula en sus propias vacilaciones y contradicciones y carece de efectividad en el mundo. Hoy lo dudamos, estamos en la posición de ignorar que es la fe en sentido absoluto, «absurdo», «abrahámico» como decía Kierkegaaard, y no nos atrevemos a optar. Tal vez por ello recuperamos gradualmente cierta simpatía por el monje agustino, fuera cual fuera su trayectoria vital posterior.
    



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