ALGO EN QUE
CREER
Es extraño que se haga en estos tiempos
una producción como «Algo en que creer». Temáticamente plantea cuestiones trascendentes con cierta virulencia
verbal y visual, que chirría con las series al uso. Tiene un sabor como
de deja vu, pero hace mucho tiempo. Habría que remontarse a los
dramas bergmanianos de los sesenta, es decir a El silencio, Los comulgantes y
Como en un espejo para encontrar los ecos primeros de estos temas. Además,
visto desde aquí, desde la condición de espectador español, ya es chocante
inicialmente la sola idea de una «familia sacerdotal». El nuestro es un país de
sacerdotes solteros, lógicamente, y
los problemas del cura español -mejor o peor tratados en los diferentes artes-
chocan con las cuestiones de familia de un sacerdote danés, casado, con
relaciones sexuales aquí y allá, con dudas, incoherencias, soberbias y sermones
memorables.
Algunos temas que se van abriendo paso en la serie tocan cuestiones muy
actuales: por ejemplo, de manera muy incidental, la amenaza del terrorismo
islámico; también la psiquiatrización-medicalización de los problemas o, mejor
aún, la farmacología psiquiátrica generalizada en los países desarrollados, que
en este caso afecta al hijo pastor (August) por su, digamos, estrés post-traumático
a raíz de una muerte que produjo en Irak, donde servía como capellán castrense.
Pero el verdadero núcleo que
interesa de la serie es –además, por supuesto, de la crisis de feligreses y el
futuro de la institución eclesiástica (danesa)- la relación del cristiano en
primer lugar con su Dios y, en segundo lugar, con su prójimo.
II
En una línea de reflexión que nos parece
provechosa para seguir nuestra lectura de los trasfondos de esta
serie danesa (y en definitiva sobre las diferencias en la vivencia religiosa entre el católico y
el protestante), un reciente artículo de Fernando Rey (“Reforma protestante
y constitucionalismo”, El País,
26 de febrero de 2018) aporta algunas reflexiones muy interesantes al respecto.
Este escrito, aunque quiere mostrar cómo el constitucionalismo americano
y otros aparecen íntimamente relacionados con las concepciones puritanas, presenta
una cuestión, en modo alguno marginal, sobre la vivencia de la fe, los méritos
y la responsabilidad individual ante el Creador,
diferenciando el ámbito protestante, en este caso calvinista, del católico.
Este es el párrafo que nos interesa ahora:
“Frente a la
doctrina medieval católica del purgatorio, escribe C. Hill, que
concibe a la Iglesia como una sola comunidad, de modo que los
méritos de los cristianos (incluyendo los santos muertos) eran ingresados en un
banco eclesiástico, del cual, a través de la mediación de los sacerdotes y a
través de diversos expedientes (ofrendas, penitencia, etc.), podían ser
liquidados por los cristianos individuales, el protestantismo popularizó la
idea de que el individuo tenía una hoja de saldos espirituales, de que sus
pérdidas y ganancias se registraban en un diario. Es más, a diferencia de la
tradición católica, en la protestante Cristo no sana del todo los pecados, sino
que los cubre; de ahí el sentido de culpa y responsabilidad individual. La cosa
no es tan sencilla como una confesión”.
Estas ideas calzan
como un guante a las peripecias espirituales de los personajes de “Algo en
que creer”. Ninguna mediación queda ya entre Dios y el hombre; en cierto
modo debería dar la impresión de que Dios se eleva a una altura sobrehumana
ante las debilidades humanas, pero sucede lo contrario: Dios es tuteado,
imprecado, como no se atrevería a hacer casi ningún católico. Aún así, estos
pastores –padre, hijo e incluso el hermano no religioso- nunca
quedan tranquilos por completo, nunca resuelven del todo sus cuitas con el
creador, nunca resuelven del todo sus cuitas consigo mismos. La responsabilidad
personal parece disparada, frente a la relajación total de culpa con la que
muchos católicos salían tras confesar y hacer aguda penitencia. Allí nunca se
creen del todo «perdonados» y la cuestión de las obras no
resuelve los problemas: uno no se encuentra nunca del todo satisfecho porque
atienda humildemente los problemas de su comunidad y se vuelque en ellos.
Siempre parece poco y siempre (por ejemplo el hijo pastor, August) quiere y
necesita hacer más; pero se evidencia
que el problema externo que se resuelve (por ejemplo la ayuda a un adolescente,
inmigrante ilegal, hermano de un detenido por terrorismo al que se le ha
prometido amparo) solo es el medio o recubrimiento de un problema interior de
naturaleza posiblemente irresoluble.
III
Esto nos lleva a la cuestión más general
de la actualidad inacabable del
problema que plantea la primacía de la «fe» sobre las «obras» o al revés. Esta
cuestión que siempre nos ocupó, aún la hace más actual las reflexiones de mi
amigo Roberto Pastor, que lleva unos cuantos meses –en relación con sus
lecturas- ocupado con el tema de Lutero, la fe, las obras, etc. No podemos, en
definitiva, sino opinar modestamente sobre un tema del que poseemos escasos conocimientos
y, además, sobre el que hemos tenido vacilaciones abundantes, sobre todo en los
últimos tiempos. Probablemente parte del problema estriba en que, por nuestra
información muy superficial sobre la doctrina luterana, hemos hecho un cliché
facilón de estas cuestiones. Y, en definitiva, hemos visto tradicionalmente, la
primacía de las obras, no, naturalmente las «obras» en el sentido tradicional de
la iglesia católica que repugnaban a Lutero, sino las obras que se pueden
sintetizar en el famoso «óbolo de la viuda» (Lc 21, 1:4). Queremos incluir también, por ejemplo,
el hecho de recoger y proteger de la «justicia» del estado a inmigrantes
ilegales, como han hecho algunos sacerdotes españoles y como muestra por ejemplo
el cine francés en La casa junto al mar
(R. Gueguidian, 2017). Así, nos parecía, refrendados por algunas lecturas que
nos confirmaban en ello, que la exhortación de Cristo a los hombres era una
exhortación a la praxis, aunque la fe sea su condición previa: “Si tuvierais la fe de un grano de mostaza…”
(Mt 17:20); así en Mt 10, 8:10: “Curad
enfermos, resucitad muertos...”. Mientras, naturalmente, entendíamos que
Pablo –así pareció entenderlo también el reformador- era una continua
exhortación a la fe ( "Porque por gracia de Dios sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe", Ef
2, 8:9).
Pero, parte del problema de que no lo veamos tan claro procede de que,
después de mucho reflexionar y ver, hemos llegado a la conclusión de que así
como las obras nos son «comprensibles» a todos, no lo es en absoluto alcanzar
un conocimiento de qué sea la «fe». Un poco siguiendo a Kierkegaard en Temor y Temblor, existe un salto
imposible de realizar para la mayoría de nosotros respecto al Ser absoluto; por
eso no podemos saber con certeza qué es la Fe, ni como se duda, se vacila o se
recupera. No estamos en posición –hombres seculares- de tener una intuición
inmediata e incontrovertible de Dios y la expresión «silencio» que viene siendo
habitual en la teología e incluso en el arte cinematográfico como hemos dicho,
solo es una bella metáfora, utilizada incluso por un creyente católico tan firme
como Joseph Ratzinger para expresar que no
sabemos.
Entendíamos además –ahora tenemos la
impresión de estar equivocados- que la fe no tiene la solidez de las obras (pero esto es también pensar como hombres prácticos,
seculares), es decir, que las realidades de la práctica caritativa son
palpables y la mejoría del mundo inmediata; mientras que la fe –pensábamos-, como
les ocurre a los personajes daneses de Algo
en que creer, no sale del ámbito de la conciencia, modifica acaso al individuo,
o tal vez lo anula en sus propias vacilaciones y contradicciones y carece de
efectividad en el mundo. Hoy lo dudamos, estamos en la posición de ignorar que
es la fe en sentido absoluto, «absurdo», «abrahámico» como decía Kierkegaaard,
y no nos atrevemos a optar. Tal vez por ello recuperamos gradualmente cierta
simpatía por el monje agustino, fuera cual fuera su trayectoria vital
posterior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario