16/04/22
No
extrañamos la parte del cuerpo que falta en un busto romano. Una pintura
religiosa –por ejemplo de Luis de Morales- puede reproducir sin sobresalto solo
el tercio superior de Nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, siempre he
experimentado una zozobra de “amputación” ante el Cristo de la caña, obra de Gregorio Fernández que procesiona estos
días por las calles de Calahorra. La perfección absoluta y la belleza de la
parte “acabada” (rostro, cuello, brazos, pecho) es tal, que la brusca
interrupción de su organismo humano y la sustitución un podio o pedestal
turban profundamente nuestra sensibilidad. ¿Dónde está el resto de Cristo, la
túnica púrpura, el cuerpo lacerado por el castigo? Es como un desagradable
tormento infligido al ser más puro, un castigo más severo que la propia
crucifixión, donde es el ser entero y la completa materia corporal quienes sufren la agonía: Padre, por qué me has
abandonado?
La fuerza está en su rostro, todo lo demás es acompañamiento. Es muy probable que el autor quisiera resumir todo el significado de la Pasión en una mirada y un gesto desencajado, coronado de espinas y de donde nace la sangre que mana por el resto del cuerpo. Un sufrimiento no del cuerpo, sino del alma. La turbadora sensación que Dios tuvo al verse humano. En esta parte de la narración evangélica vemos que Dios padece. ¿No lo había anunciado acaso Él mismo en numerosas ocasiones? ¿No se había preparado? ¿No le confortaba el desenlace? Y, sin embargo, no puede evitar el gesto de dolor. Su posterior quejido en la cruz no es sino la verbalización de lo que ya se muestra aquí. Estamos sometidos a cosas que no podemos controlar, aunque previstas, no tenemos el control y nuestras reacciones parecen escritas en un código del que no somos autores. Dios comprende aquí que es vivir como su criatura. No podía ser de otra manera. Ha completado la Creación. No solo ha dado vida al otro, ahora Él también ha sido el otro.
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