Tendemos a
leer solo a los «nuestros», a ver cine de los nuestros, las televisiones, los
periódicos que se acomodan a nuestra ideología. Es una tendencia natural, pero
es una limitación clara. Es conveniente acercarse al pensamiento que solemos
rechazar con todas nuestras fuerzas, al pensamiento conservador y aún reaccionario.
Ved que no digo a los políticos, los economistas o los periodistas
reaccionarios, porque aquí –también puede suceder en la izquierda- hay una
impostura estructural, constitutiva. Por la simple razón de que no se puede
expresar genuinamente el pensamiento sin buscar una utilidad o una ventaja.
Esto no tiene por qué suceder en el caso de escritores o literatos que muestran
en puridad su pensamiento, sin cálculo, porque les sale sinceramente. Y es en
este sentido en el que una tradición de pensamiento que puede incluir a grandes
«enemigos de la sociedad abierta» es profundamente formativa. Creo que no será
necesario exponer las razones de todo esto: una cosmovisión sinceramente
conservadora contiene una parte del pensamiento y del saber del mundo, aunque
esté escrito en una coyuntura especial, o bajo un disgusto importante, o un
cabreo, forma parte del pensamiento que enriquece el mundo. Los grandes
reaccionarios son «perdedores» de algo y contra algo. Platón perdía contra la
polis o el avance del demos; De Maistre, o Bonald, veían perderse un mundo y
abrirse otro para ellos incomprensible. El Carlismo pudo pensar en el eclipse
de un orden «natural» que tejía redes de seguridad entre los seres y que el
liberalismo urbano habría de destruir; Marx reconocía grandes méritos al mundo
burgués que quería destruir; Nietzsche al orden católico medieval; los
frankfurtianos eran «conservadores» de un respeto a lo natural que el
capitalismo había cosificado.
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Existiría entonces una línea difícil de
establecer entre el pensamiento que “mira hacia atrás” y aquel que pone sus
ojos en lo porvenir. Esto lo vio bien Walter Benjamin cuando hablaba de la
revolución como «freno» al descarrilamiento del mundo. Y es que no hay nada más
«progresista» que el capitalismo abandonado a sí mismo.
Algo de esto advirtieron los conservadores,
algo que se podía “perder” para siempre con el “avance” de los tiempos. Mas,
ellos se fijaron en lo que sucedía súbita y espectacularmente: las revoluciones
«políticas», y no pudieron advertir la gravedad transformadora de lo que
sucedía mucho más despacio y silenciosamente, la revolución económica;
independientemente que aquel pensamiento se formulara bajo el inmenso peso de
la religión sobre las conciencias o del poder de una concepción «aristocrática»
del mundo.
Incluso deberíamos atrevernos a repensar qué
sentimientos de pérdida o qué miedos padecieron aquellos pensadores «fascistas»
de los años 20 o 30.