Miguel
de Unamuno. Vasco y español, tal vez demasiado vasco y demasiado español. Quizá
la imagen más nítida e imborrable es la de un rector empujado al exilio por un
dictador en ejercicio. Subido a un camello (¿o dromedario?) en las islas
Canarias, resulta un remedo de su personaje principal, su ‘Cristo’ español, don
Quijote, a quien tuvo tanta devoción. Don Miguel siempre vio molinos, incluso
donde se adivinaban gigantes, y quiso forzar a las aspas al sentido en el que
él quería que giraran, oponiéndose a la lógica del viento, pues por eso era tan
vasco y tan español. Nunca tuvo un Sancho Panza a su lado, que le devolviera a
la lógica de la realidad, pero, como don Quijote, como León Felipe, también
Unamuno gritaba: ¡ no es posible, la
realidad no puede ser esta sordidez de venteros y piaras! ¡Debe haber una
realidad más elevada! ¡España no puede ser esta criatura desgraciada que se
arrastra desde 1898! ¿Qué es España?, el sueño febril de un hidalgo? Hay una
continuidad en la locura y en la pasión equívoca por el destino de esta tierra
miserable, que quiso más que lo que pudo, que fue más de lo que será nunca. Ese
sueño de justicia y libertad que la apartaba de las naciones prácticas de
Europa, de la astuta Inglaterra, de la civilizada e hipócrita Francia, de la
hermana en la desmesura que fue Alemania. Y es que el sueño de la justicia
puede transformarse en la pesadilla horrenda de la tiranía. Unamuno vaciló. Tan
pronto parecía coquetear con un socialismo que devolviera no la igualdad, sino
la verdadera y justa desigualdad, como creyó por un tiempo en el lustre de las
botas militares. Qué problema tan serio el de los intelectuales españoles, qué
bandazos dan en odas sus generaciones. Unamuno representa el problema exacto de
ser español, porque si los filósofos alemanes tienen el problema eterno de
explicar el ser, los españoles deben añadir el adjetivo: ¿qué es <ser>,
qué es <ser español>?
PÁGINAS
jueves, 29 de marzo de 2018
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