PÁGINAS

jueves, 24 de mayo de 2018

EL VIEJO TOPO II


II
El resumen en un axioma, tal como nos proponía el mayo del 68, recordado abundantemente estos días era el siguiente: ¿”Cambiar la vida”, al modo de Rimbaud o “Transformar el mundo” según la frase de Marx?
Allí concurrían sin duda muchas ideologías que se han preocupado hondamente por esta cuestión. Joaquín Estefanía (Revoluciones, 2018) repasa los muchos “marxismos” presentes en el 68: leninistas (aún!), maoístas, troskistas, luxemburguistas y, ya sin partidarios, los que aún defendían el sistema soviético. Pero, ¿y el peso del anarquismo en aquellas manifestaciones y lemas? También parece muy presente allí; supongo que es una cuestión que se habrá analizado a fondo en estudios y tesis académicas. Siempre se citan los mismos nombres: Marx, Mao, Marcuse. ¿Cuál es la presencia real de Bakunin o Nietzsche allí? Muchas ideas antiautoritarias parecen venir directamente inspiradas por estos autores. Para empezar, es muy posible que no hayamos profundizado en que el anarquismo histórico, académico, ortodoxo (Bakunin, Kropotkin,…) ha tenido una intuición más profunda de la necesidad de cambiar el sentido de la existencia, bajo la clave de acabar con toda autoridad, que la lectura corriente del marxismo, tal vez no del propio Marx, de insistir en la transformación de las relaciones de poder, un cambio de ‘propietario’ del poder hasta estar en condiciones de hacerlo desaparecer.
  Y que Nietzsche mantiene un arsenal para proporcionar munición a los rebeldes contra la vida acomodada es algo que parece poco discutible, al margen de sus críticas feroces al anarquismo de su época. La destrucción del “Estado”, de la religión y de los dioses dominantes, el desprecio por la cultura material burguesa, son esenciales en el pensador alemán. ¿Cuánto y cómo lo habían leído los manifestantes de medio mundo?

   Antes habíamos situado el problema de la transformación de la vida en la cuestión del “valor”. Muchos de los filósofos y hombres espirituales de la historia proponen una radical transformación de la escala de valores; por supuesto no siempre en un plano ‘progresista’. ¿No sitúa Platón la cuestión de los valores, “mundo real”/ mundo aparente” en el centro de su construcción política? ¿No es el esfuerzo histórico de Marx y de Nietzsche –según Hannah Arendt- conseguir ‘dar la vuelta’ a la escala valorativa de Platón que había trascendido y dirigido toda la occidentalidad cristiana posterior?
   ¿Al mismo tiempo no es la predicación del judío Jesús una radical transformación de la realidad de manera súbita hacia otro tipo de valores radicalmente inversos a los dominantes en el judaísmo o en el mundo romano, fuera cual fuera la ‘urgencia’ que le llamaba a proclamar el Reino? Todas las metáforas y narraciones evangélicas son una continua contraposición de valores y formas de obrar, llamadas a transformar individualmente la existencia, no las relaciones de poder.


miércoles, 16 de mayo de 2018

«EL VIEJO TOPO». Un espacio para discutir con los amigos


EL Viejo topo I

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I

La crítica de nuestro modo de existencia puede ser parcial o global. La ‘parcialidad’ más recurrente es la crítica a las desigualdades que produce nuestro sistema de vida o nuestra economía. El problema parecería solucionarse si las diferencias socioeconómicas se estrecharan, nadie careciera de lo suficiente y un poco más, hubiera ‘justicia’ económica, etc. Vamos a suponer que esto fue lo que estuvo a punto de conseguirse en la Europa posterior a la II guerra, en los países más avanzados. Una sociedad que empleara a todos, les pagara lo suficiente para acceder razonablemente a los bienes del mundo y despejara el horizonte para sus hijos; una sociedad que comprometiera cierta responsabilidad social al capitalismo… Todo ello convertiría la sociedad en aceptable y buena. Este consenso casi alcanzado por socialdemócratas y democristianos en ciertos países aún nos parece un paradigma mucho más aceptable que el presente.

Las críticas al sistema actual, al que se le llama del triunfo del neoliberalismo pueden quedarse en este nivel de análisis. ¿Qué llamamos entonces una crítica global de la economía de la vida?
 ¿Tratar de desentrañar la alienación consistente en aceptar esta sociedad (corregida) como «racional»? ¿Aceptar que la vida tiene, de producirse esa situación óptima amplias posibilidades de ser considerada una vida “buena”?
¿Se puede hacer una enmienda a la totalidad de la vida mirando solo a la forma de producir sus bienes o es necesario acercarse a todas las demás estructuras y referencias que conforman la realidad?
¿Es cambiable el mundo, mientras que las estructuras esenciales de la vida no lo son?
Todas las tentativas de cambiar la vida han hecho del problema del «valor» el eje esencial.
Veamos

domingo, 13 de mayo de 2018

Enrique, Auster y Vermeer (Del blog elmaestrodelsilencio)

martes, 6 de abril de 2010

PAUL AUSTER en La invención de la soledad:
El Libro de la Memoria, volumen diez.
Cuando habla de la habitación, no quiere olvidar las ventanas que a veces se encuentran en ella. La habitación no es necesariamente una imagen de la conciencia hermética; él sabe que cuando un hombre o una mujer están de pie o sentados en una habitación, allí hay algo más que el silencio del pensamiento: el silencio de un cuerpo que lucha por transformar sus pensamientos en palabras. No intenta sugerir que todo lo que ocurre entre las cuatro paredes de la conciencia es sufrimiento, como se desprende de sus alusiones previas a Hölderlin y a Emily Dickinson. Piensa, por ejemplo, en las mujeres de Vermeer, solas en sus habitaciones, con la luz brillante del mundo real entrando a raudales por una ventana abierta o cerrada, y la absoluta inmovilidad de aquellas soledades, una evocación casi desgarradora de la vida cotidiana y de sus inconstanciasdomésticas. Piensa sobre todo en una 
pintura que vio en el Rijksmuseum de Amsterdam, Mujer en azul, y cuya contemplación lo dejó absorto. Tal como escribió un crítico: «La carta, el mapa, el embarazo de la mujer, la silla vacía, la caja abierta y la ventana invisible son todos recordatorios o emblemas naturales de la ausencia, de lo invisible, de otros espíritus, otros anhelos, tiempos y lugares, del pasado y del futuro, del nacimiento y tal vez de la muerte; en resumen, de un mundo que se extiende más allá del marco del cuadro, y de horizontes más grandes y más amplios que abarcan la escena que aparece ante nuestros ojos e interfieren en ella. Y sin embargo Vermeer insiste en la plenitud y la independencia del momento presente, con tal convicción que su capacidad para orientar y contener cobra un valor metafísico».
Pero más que los objetos mencionados en esta lista, es la cualidad de la luz que penetra por la ventana invisible, a la izquierda del espectador, la que con tanto ímpetu lo induce a concentrar su atención en el exterior, en el mundo que está más allá del cuadro.
A. mira con fijeza el rostro de la mujer, y a medida que pasa el tiempo, casi le parece escuchar su voz leyendo la carta que tiene en la mano. Ella, tan preñada, tan tranquila en la inmanencia de su maternidad, lee la carta que sacó de la caja sin duda por centésima vez; y allí, colgando en la pared a su derecha, un mapa del mundo, el símbolo de todo lo que existe fuera de aquella habitación: aquella luz, una luz tan pálida que raya en el blanco, bañando con delicadeza su cara y brillando sobre su blusa azul, el vientre henchido de vida y el azul bañado en luminosidad. Para seguir con lo mismo: Mujer sirviendo leche. Mujer con balanza. El collar de perlas. Mujer joven ante la ventana con un jarro. Niña leyendo una carta ante la ventana abierta. «La plenitud e independencia del momento presente.»

sábado, 12 de mayo de 2018

Una recensión personal de Enrique Gracia sobre el libro "La lucha por la desigualdad"


El historiador y editor Gonzalo Pontón publicó en septiembre de 2016 un amplio volumen tituladoLa lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII. El libro, prologado por Josep Fontana, responde con exactitud enciclopédica al título enunciado. Y su tesis, defendida en sus páginas con rigor y vehemencia, es que el siglo XVIII supuso en la historia europea el momento crucial de aceleración de la desigualdad que hoy resulta característica del capitalismo de crisis en el que nos movemos. Enlaza con la idea clave de Pikety de que la desigualdad tiene una historia tan larga como el propio sistema capitalista, con momentos de reducción y otros de desarrollo. Para Gonzalo Pontón el siglo XVIII representa el inicio de esa expansión de la desigualdad de las clases sociales. Y se apresta a demostrarlo con una aportación apabullante de datos y cierta entrega iconoclasta que no rehúye polémicas con otros historiadores.
Para empezar, desmiente los propios conceptos de “revolución agrícola” y de “revolución industrial”. En el primer caso, afirma que los campesinos se vieron sistemáticamente expulsados de la tierra, en Francia por el feudalismo tardío, y en Gran Bretaña por el capitalismo incipiente de los cercamientos y el uso de utillaje moderno. En cuanto a la revolución industrial inglesa, sugiere que fue paulatina, sin despegue, contra las convenciones académicas aún predominantes. Resalta la intervención decisiva del estado británico a través de regulaciones y de aranceles, los más altos de Europa entonces. La industria británica se benefició de una enorme demanda de productos manufacturados, lo que llevó a sus fabricantes a optar por un modelo de economía de oferta que supuso la opción más depredadora para la especie humana, en un momento en el que el hambre y las grandes epidemias habían sido erradicadas. En suma, fue el comienzo de la explotación.
Pontón dedica un amplio apartado a dibujar los rasgos esenciales de esa explotación: mano de obra de mujeres y niños y salarios miserables. Buena parte de los inventos técnicos de la época se hicieron pensando en la mano de obra de los niños, que, junto con sus madres y hermanas, mantuvieron la vida de los pobres de Gran Bretaña. Algo parecido sucedió en España y Francia. De modo que la “fiebre consumista” fue protagonizada por las clases medias, que vieron crecer su poder adquisitivo mientras en Europa el número de pobres alcanzaba los cien millones.
El autor evidencia, en un ámbito más puramente político, que Inglaterra ganó casi todas las guerras del siglo XVIII gracias a la combinación de préstamos baratos e impuestos elevados y con el concurso de una tropa reclutada entre pobres, deudores, vagos y maleantes. Por supuesto, hubo protestas y motines contra ese criterio de recluta y contra los ricos. Protestas que, por razones diferentes, se venían dando también en Francia. La “grande peur” había empezado en realidad, sostiene Pontón, en el invierno de 1788, que fue el más frío del siglo; y se recrudeció en el corazón de Francia a partir de marzo de 1789. Por cierto que en ese mismo contexto contestatario sitúa el motín de Esquilache en España, protagonizado por comerciantes, trabajadores, artesanos, albañiles y criados. La represión posterior, decretada por el conde Aranda, supuso la detención de más de seis mil personas.
Gonzalo Pontón aborda con profusión los aspectos culturales de la Ilustración. Ninguna empresa de educación sistemática de los niños fue puesta en práctica por los gobernantes europeos, con la excepción quizá de Prusia y el imperio de Austria. En Inglaterra no hubo enseñanza elemental obligatoria hasta la Ley de Educación Elemental de ¡1870!
En cuanto a los más puramente ideológicos, su conclusión es rotunda: los filósofos ilustrados eran mayoritariamente aristócratas reaccionarios, adscritos al lado de la burguesía y contra las clases populares, a las que despreciaban. Consideraban peligrosa la igualdad política y social, aunque no la natural. Solo salva a Spinoza, como precursor, a Pierre Bayle y al barón d’Holbach.
En cuanto a los monarcas de Europa, niega el apelativo de ilustrados a todos ellos, sin excepción. Es especialmente crítico con Carlos III, lo que puede provocar más de un sarpullido entre algunos historiadores españoles del siglo XVIII, dada la oficial tendencia a considerarlo el más preclaro ejemplar de la dinastía reinante, después del actual, por supuesto.
De los ilustrados y políticos españoles apenas exonera a Jovellanos, Antonio Campmany y algunas cosas de las que emprendió Olavide. Despacha con dureza al marqués de la Ensenada, a Campomanes, a Floridablanca, al padre Feijoo y a Cadalso. Pero no es menos severo con Voltaire, Montesquieu o, sobre todo, Rousseau.
En su introducción Gonzalo Pontón anticipa las conclusiones a las que después llega. La burguesía se impuso en la segunda mitad del siglo a los estamentos feudales y transformó su potencial económico en potencial político. Pero esa misma burguesía emprendió a continuación una lucha por la desigualdad más duradera y más triunfal: “la que la enfrentó a las clases subalternas de las que se había escindido y que habían de ser, ahora, sus vasallos como antes lo habían sido de los señores feudales, pero con un cambio fundamental en los modos, en las formas y en el lenguaje: ahora los comunes serían libres para contratar su fuerza de trabajo con la nueva clase dirigente. Se iniciaba así un nuevo avatar del capitalismo, ahora como sistema social y forma de vida que excluía toda alternativa”.

martes, 1 de mayo de 2018

PODEMOS (16)

 MANOLO. Espero que las estupideces de Rivera (ahora ha dicho una sobre Clara Campoamor) le pasen factura. Parece que la población femenina -siempre más inteligente- se resiste a votarles en la misma proporción que los hombres. Buena noticia.

MERCANCÍAS FICTICIAS. RECUPERANDO A POLANYI

El cuaderno 216 de CJ (Cristianisme i Justicia) dedica su análisis que llama "Mercancías Ficticias" a recuperar la figura...