El voto de los animales
Cuando la cuestión ecológica irrumpe en las agendas políticas, su primer
efecto es la identificación de una serie de deberes de los humanos respecto del
mundo natural. Los debates se intensifican hasta el punto de constituirse unos
derechos de los animales que los humanos tendríamos que respetar. Sin entrar en
este debate concreto quisiera añadir la perspectiva de en qué medida este
asunto modifica la naturaleza misma de la democracia y cuestiona la universalidad
de nuestros procedimientos de representación. La democracia es concebida en la
modernidad como un conjunto de instituciones gracias a las cuales los humanos
abandonábamos el mundo natural. Toda la política moderna ha sido un intento de
escapar del “estado de naturaleza”, lo que no es una simple metáfora. En el
momento en que se supera esta contraposición, desde que pasamos a entendernos
como formando parte de un mundo natural a recuperar nuestra inserción
ecológica, la cuestión que inevitablemente se plantea es de qué modo la
representación democrática se abre al reconocimiento de la naturaleza como
sujeto político.
No se trata de que voten los animales o
de que les reservemos unos escaños en los Parlamentos, sino de que la
naturaleza esté de algún modo representada en nuestras democracias. Se trata de
sustituir el paradigma moderno que contrapone la brutalidad natural a la
civilización y la cultura por una nueva comprensión de nuestros sistemas
políticos como insertos en un entorno natural que no se corresponde ni con las
delimitaciones espaciales ni con la lógica de nuestras democracias electorales.
No estamos solamente ante un problema de cómo gestionar ciertos bienes
públicos sino en medio de un profundo déficit democrático, una verdadera
exclusión. Si la naturaleza ha de ser reconocida como sujeto político,
representada e incluida, eso quiere decir que la contaminación o la explotación
abusiva de la naturaleza no son sólo deficiencias de nuestro sistema
productivo; también constituyen una verdadera deficiencia democrática y revelan
que nuestros sistemas políticos, entendidos como completamente ajenos al
entorno natural, han erigido a un sujeto soberano que excluye a otros sujetos
no humanos y a la naturaleza, es decir, que no son plenamente democráticos.
Esta perspectiva cuestiona la soberanía
de los electores reconocidos como tales. Si el objetivo es integrar en la
sociedad a poblaciones no humanas, deshacer el privilegio de nuestra especie,
entonces lo primero que hay que cuestionar es el privilegio de los electores.
La cuestión medioambiental introduce tácitamente nuevos electorados en la
agenda política, lo que problematiza el modo como funcionan las democracias
representativas. Los déficits en materia ecológica son en última instancia
democráticos y nos obligan a pensar formas alternativas de diseño
institucional. La política tiene que ser menos antropocéntrica y más
biocéntrica. Hemos de pasar del paradigma de la cultura nacional al de la
naturaleza transnacional.
De hecho, las cuestiones ecológicas están desacopladas de las
delimitaciones políticas. La contaminación es un viajero transnacional. Los
grandes asuntos ecológicos se han disociado casi por completo del marco definido
por los Estados (y sus correspondientes sistemas de representación y decisión)
en una triple dimensión: por la generación del problema (quién o qué tipo de
conducta causa un determinado problema), el impacto del problema (quién sufre
qué tipo de efectos negativos) y la solución del problema (a quién compete su
resolución y de qué modo). Todo ello define un cuadro de interdependencia o
dependencia mutua que implica vulnerabilidad compartida y exige que volvamos a
pensar quiénes somos nosotros en última instancia, si nuestra subjetividad
política puede contenerse en un censo electoral.
Esta falta de contención de los problemas medioambientales en nuestros
espacios delimitados se advierte especialmente en el caso del cambio climático,
pero no solo. No hay congruencia entre los espacios naturales (determinadas
regiones geográficas, cuencas, los afectados por el deterioro de la capa de
ozono, los fenómenos meteorológicos, zonas transfronterizas divididas
artificiosamente aunque compartan un espacio natural y otras unidas pese a la
heterogeneidad de sus enclaves naturales…) y las fronteras de los Estados con
sus censos electorales. Apenas coinciden el espacio político y el espacio
ecológico o natural. Las delimitaciones políticas tampoco son muros de
contención para limitar los efectos de nuestras prácticas contaminantes o
protegerse de las de otros. Cada uno somos receptores y exportadores de daños
ecológicos. Todas nuestras instituciones nacionales de representación y
responsabilidad resultan verdaderos anacronismos en un mundo de gran movilidad,
contagioso, abierto y especialmente desprotegido por las instancias estatales.
Tenemos también una incongruencia desde
el punto de vista temporal. De entrada, porque el ciclo electoral no coincide
tampoco con el tiempo ecológico. El desacoplamiento entre los que deciden y los
que padecen tiene también una dimensión en el tiempo. Los electores aprueban
determinadas decisiones cuyo impacto ecológico no les afectará a ellos sino a
unos futuros electores que ahora no existen (o no tienen el peso demográfico de
los mayores en una sociedad envejecida a la que el futuro remoto les importa
más bien poco). Por si fuera poco, el tiempo requerido para la intervención en
estas materias no se ajusta a los periodos electorales, la rendición de cuentas
se refiere en ocasiones a autoridades que ya no lo son… Estas y otras
incongruencias similares nos sitúan frente a una desincronización que los
padres fundadores de la democracia moderna no habían tenido ocasión de
advertir.
Los problemas medioambientales implican una compleja formación de escalas
espacio-temporales, son teleproblemas, discontinuos en el tiempo y desbordantes
en el espacio, con periodos de latencia e impacto lejano o transgeneracional,
de difícil identificación. En definitiva, los límites de los Estados, las
delimitaciones de los electorados tienen su origen en diversas contingencias
históricas pero los límites para la protección ambiental son fundamentalmente
ecológicos. No digo que los electorados deban hacerse coincidir con esos
espacios naturales, pero si queremos abordar la cuestión ecológica no tenemos
más remedio que reconsiderar esa autarquía de las delimitaciones políticas y
abrirlas a una dimensión global, transfronteriza y cooperativa. Si no podemos
hacer que voten los animales o los ecosistemas, al menos no votemos en contra
de ellos.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador “Ikerbasque” en
la Universidad del País Vasco. Su último libro es Política para perplejos (Galaxia Gutenberg).
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