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mundo de Mantegna es perfecto porque es imposible. No hay nada más maravilloso,
a la vez que inverosímil, que este escenario de la Crucifixión. Es el orden absoluto y es por eso que no es de este
mundo. Dan ganas de ser crucificado así, porque ese mundo perfecto ha de ser,
por su misma perfección, indoloro. Todo es mágico e increíble: la nitidez de
los volúmenes, el colorido, la disposición de las escenas, los gestos, la Vía dolorosa, la extraña montaña,
Jerusalén…
Hablamos de escenas, pero en realidad solo
hay parcialidades aisladas pretendidamente reunidas por el pintor. Pese a la
tragedia, todo podría ser anecdótico. Un mundo infinito, una distancia
insalvable separa a los tres crucificados. La elevación exagerada de la cruz de
Cristo lo aliena del plano de los seres humanos y lo sitúa ya en otro espacio,
fuera del mundo, quizás con el Padre. Cualquiera querría vivir en esta pintura
sin atmósfera, en estos cuerpos asépticos rodeados de la nada, en esa increíble
pulcritud de cada centímetro. Aquí no parece desarrollarse la terrible tragedia
del Gólgota. Todo es demasiado bello,
demasiado impoluto para ser creíble, demasiado deseable… Tan deseable que el
arte del Renacimiento debería haberse quedado en este momento, congelado, como
el cuadro, puesto que ya no era posible ir más allá en el sentido de que el <<realismo>>
se pusiera al servicio de la idealización absoluta. Pero el arte no podía
detenerse, ni se podía volver atrás
como aún quisieron ingenuamente los prerrafaelitas; pero <<ingenuamente>>
significa aquí <<sabiduría>>, la absoluta certidumbre de que la
felicidad se hallaba exactamente en este punto que marcan Ucello, Mantegna o
Piero de la Francesca. <<Sabiduría>> porque enseguida, en el siglo
XX, el arte no haría otra cosa que mancharse.
Resulta un enigma, si no una desgracia para el arte del XV que los genios
estuvieran esperando, a la vuelta de la esquina, hasta conseguir volver el arte
<<verdadero>>, quizá un contrasentido.