A menudo resulta doloroso convocar situaciones históricas concretas. Cada
individuo de cierta edad, si ha tenido la desgracia de vivir en países hechos
de fatalidad, recordará un hecho violento, o problemático, una matanza, un genocidio,
un progromo, una oportunidad perdida… Para muchos españoles, estoy seguro, el
“único” momento (o al menos el principal) que traerá ese dolor a la memoria
será la II República; al menos es el mío. Otros sin duda recordarán el dolor
terrible, el sufrimiento que padecieron en el franquismo, el hambre o la
tortura, el desprecio o el disimulo con el que tuvieron que vivir. Pero el
periodo en sí no tiene aristas; es una desgracia histórica más (muy poderosa)
de España. Antes de 1931 casi no nos afecta lo sucedido, dado el tiempo y lo
que vino después. Todas las desgracias (“gestas” para otros) anteriores pueden
ser contempladas con relativa calma, incluidas las del siglo XIX, que no
indiferencia. Solo lo sucedido entre 1931 y 1939 escuece en el alma. Excluyo a quienes
sean indiferentes, equidistantes o a los que se ufanan de cómo acabaron
aquellos años. También tendremos que excluir a quienes ven aquel período no
como una terrible prueba y exposición dolorosa de hasta dónde pueden llegar las
equivocaciones de la izquierda y, así, mantienen un relato nítido: saben dónde
estaba la luz y dónde las tinieblas. Nosotros no sufriríamos ningún dolor por
aquello si fuéramos capaces de excluir de cualquier responsabilidad a los
nuestros. Eso no quiere decir que vengamos a repartir culpas. Incluso cargando
no solo con sus errores sino también con sus crímenes estamos plenamente al
lado de lo que, por resumir, llamamos las izquierdas o, si se prefiere, los perdedores. Pero no queremos cerrar los
ojos; y no ha izquierda que se libre de errores mayúsculos. Quien vea sus
héroes en los anarquistas tiene mucho que reflexionar, aunque tenga fuertes
argumentos defensivos para justificar lo que los historiadores llaman la
“impaciencia”, el cabreo por la falta de avances en justicia. No se trata de
explicar ahora ni de repartir carnets de anarquistas lúcidos y anarquistas
torpes. No se trata de juzgar, ni a anarquistas ni a comunistas ni a
socialistas; pero, al necesitar comprender y sobre todo dar respuesta a esta
terrible pregunta, que aún duele: ¿por qué no salió bien?, es imposible no
analizar y ver una táctica equivocada aquí, un discurso “revolucionario”
innecesario allá, etc. Cada uno que juzgue –si quiere- a los suyos. A nosotros,
por encima de todo, nos toca reflexionar sobre el papel del PSOE y de la UGT en
aquel contexto.
Las lecturas ayudan e influyen
mucho, cómo no; y más en estos tiempos en que se quiere dar la vuelta al
relato. Pero tengo la impresión de que quienes sienten profunda, íntimamente aquellos años, como si formaran parte
de su propia textura vital, acaban teniendo una “novela” propia sobre los
acontecimientos; una mezcla de relato, datos, imaginación e interpretación. No
necesariamente una explicación “justificativa” de esto o de aquello, de este o
de aquel, de esta u otra decisión, sino una especie de “República imaginada o
construida”, a medias por los datos, a medias por los deseos, tal vez por lo
que estuvo cerca de ser...
Es por eso reconfortante que alguien, fuera de
la prisa interpretativa o del dogma, reflexione y se explaye con dolor sobre
aquellos momentos. Pienso desde luego en Muñoz Molina y su visión de la II República,
de sus últimos meses sobre todo, a través del narrador y los personajes de La noche de los tiempos. Y la riqueza
proviene no de que escuches a un historiador, sino a un individuo al que
aquello le duele tanto como a uno. No
se trata de que su visión sea más lúcida, más crítica, más o menos “ideológica”
en ningún sentido, sino del hecho de que sea una visión encarnada, doliente, triste, por qué no, dado el resultado de
los acontecimientos. El narrador no tiene por qué “acertar” en el manejo del
clima de aquellos meses. Puede o no estar en lo cierto en el peso que da, por
ejemplo, a la violencia callejera de los meses de febrero a julio del 36; puede
o no dar con las claves exactas del discurso y de los “modelos” de lo que tuvo
o pudo hacer el partido socialista allí, el modelo del protagonista, el
reformista y cauto; el modelo “obrerista” que puede comprender la impaciencia
revolucionaria de cierto socialismo en la primavera de aquel 36, como es el
caso del personaje de Eutimio. Ambos socialistas, ambos con carnet de la
Unión General de Trabajadores.
Algunos tenemos muy claro que la
actitud de los socialistas fue profundamente equivocada aquellos meses; nos
referimos al sector que parece llevar la batuta, el largocaballerista, el que parece imponerse y evitar que los
socialistas estén en el gobierno del Frente Popular, el que gana en retórica
revolucionaria y prosoviética para placer de reaccionarios y conspiradores. Lo
tenemos claro y somos durísimamente críticos con aquella postura, pero habrá
quien venga con argumentos, cual los de Eutimio el capataz en la novela, de que
se tata de retórica “defensiva”, de que no se podía hacer otra cosa, en un
contexto de violencia derechista y conspiración militar, que ponerse a la defensiva, armarse y responder...
Otro tanto ocurrirá con la
revolución de octubre del 34; podemos, y efectivamente, la vemos como mínimo
como un “error grave” de los socialistas (así parece verla, también, Muñoz
Molina a través de su personaje principal, Ignacio Abel), pero no faltarán serios
argumentos que oponer para justificar el movimiento huelguístico-insurreccional
de aquellos días de octubre.
Es por ello que, por mucho que
aún esclarezca la bibliografía, por mucho que aún aprendamos, por documentos
reveladores que aparezcan parece como si los acontecimientos y sobre todo las
interpretaciones se hubieran solidificado, se hubieran vuelto de acero o de diamante
indestructible y estuviéramos condenados a dar eternas vueltas a estos asuntos
y, a pesar de los esfuerzos no mellar, no desgastar ni un milímetro
interpretaciones y querencias ya
inamovibles, porque son para siempre sustancia de nuestra propia vida.