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jueves, 18 de marzo de 2021

EL PODER: FOUCAULT Y LOS MARXISTAS

 


El problema del poder recorre, como es sabido, la obra entera de Michel Foucault. No trataremos específicamente este más que importante problema, esencial para comprender cualquier forma de sociedad. ¿Qué es el poder? Evidentemente para Michel Foucault no es un «centro», un «lugar», sino, quizás, una «red» de métodos, procedimientos y fuerzas actuantes. En este sentido sería una afirmación falsa (¿falsa o incompleta?) decir: todo el poder reside en el estado en la monarquía absoluta. De la misma manera: los dueños del «capital» son el poder de, por ejemplo, el mundo actual.

    Tender a ver el poder como un centro, lugar, estructura o institución, hace muy fácil confundirse acerca de la naturaleza del poder; o puede ser un hábil reclamo para eludir una reflexión a fondo sobre aquel. Por ejemplo: la sobreexposición continua del poder político, de los políticos, de las instituciones que gobiernan y deciden, lleva a que la única exteriorización o forma del poder que se nos hace presente es la del «poder político». Si no vemos continuamente, abusivamente, otra forma de actos de poder o contra-poder que los que emergen de la política, podemos tender a pensar que allí está la verdadera fuente del poder real. En este sentido se puede interpretar que la continua y casi única exhibición, impúdica, de fuerzas de poder que lo mm.cc. exponen es la política. Ese hecho puede sobredimensionar la importancia que damos a la vida política como conformadora de realidad y que ésta, con su luz extra-brillante ciegue la inteligencia para ver otras formas más sutiles de poderes en movimiento.

   Como decía Carlos M. Rama en un viejo artículo (El Viejo Topo nº 22 Julio, 1978), tal vez una de las inteligencias de los verdaderos poderes sea distraernos con las exhibiciones del poder que llegan de sus «empleados». Así, decía él, en el franquismo tendemos a dilucidar la cuestión del poder en términos de poder absoluto del dictador, poder del sector falangista, de la iglesia, del ejército, etc. Con ello olvidamos los verdaderos amos de la dictadura franquista: Quiénes quisieron la Guerra Civil, quiénes se beneficiaron de la larga dictadura, quiénes veían que sus condiciones no peligraban en democracia, etc.

  Sin embargo, como él explica, no era tan difícil advertir quiénes detentaban el poder en la España de la restauración. No eran las instituciones «naturales» de España: monarquía y Cortes; sino que la cuestión se jugaba en el terreno mucho menos heroico del mundo rural: los verdaderos dueños de España eran la oligarquía y los caciques. Del mismo modo no es difícil rastrear qué familias, qué grupos querían acabar con la república para recuperar su situación anterior; qué poderes se beneficiaron del franquismo, qué nuevos grupos sociales se le incorporaron y quienes, con solo “migajas” y pequeños empleos, oportunidades y favores se apuntaron a la defensa del paternalismo franquista.

 

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La cuestión del poder: quién lo ejerce, lo modifica, lo pierde, etc. Es evidentemente esencial en el trabajo de los historiadores; pero es evidente que el poder se ha tratado siempre como un centro, unas instituciones, una estructura con las funciones diversificadas y que el estado ha sido el protagonista por excelencia de ese poder, sin olvidar su otra pareja determinante, el poder económico. En la polémica de Foucault con los marxistas, estos parecen reprocharle –dice Dominique Lecourt- que olvida el hecho nodular de la lucha de clases y el papel determinante del estado en esa lucha, a favor precisamente de una de esas clases. Siguiendo con ele ejemplo anterior, el poder Canovista administraría fundamentalmente los intereses de las oligarquías territoriales, fundamentalmente agrarias; trataría de entendersey cooptar los intereses de las burguesías periféricas (catalanas, vascas) con desiguales resultados y, como mucho, habría intentado abrirse a nuevas clases medias urbanas y profesionales amantes del orden. En esquema, visto así, la interpretación de la fase de la restauración parecería muy plausible; y en efecto encajaría interpretar las dictaduras de Primo de Rivera, primero, de Franco, después, como golpes de fuerza para evitar el desmoronamiento de un orden y de unos intereses amenazados por la anarquía o la democratización plena en el primero, por las reformas profundas en el segundo. En este sentido cabe comprender perfectamente que, al menos en algunas generaciones de historiadores pasadas, se pudiera decir que historiador y marxistavenían a ser casi la misma cosa. Como mucho se podría modular y discutir la relativa autonomía o no del estado de las clases dominantes, en estudios tan ricos y sugerentes como el de Theda Scokpol (El estado y las revoluciones sociales). Pero, ciertamente, Foucault parece el primero que busca la diseminación y actuación d elos poderes fuera del marco estatal o el puramente represivo. Hay un poder, una sujeción y una vigilancia que se ejerce en la familia, en la escuela, en la cárcel o en el manicomio. ¿Por qué tiene que haber conflicto o incompatibilidad entre el poder de clase ejercido por las instituciones superiores y los micropoderes que se ejercen en otras cotidianeidades. Las acusaciones contra Foucault provenientes del ámbito marxista de entonces (¡también de M. Cacciari!) solo se pueden entender desde la especie de autoproclamado monopolio de interpretación verdadera que ejercía el marxismo, al menos en la intelectualidad francesa que aparece llevar siempre en estas cuestiones la voz cantante. Todo ello pudo hacer que se malentendiera Las palabras y las cosas y muchas otras polémicas. Que cambien los métodos de sujeción y control de los individuos, de la sociedad del castigo a la sociedad de la vigilancia y las rutinas, no parece indicar que se modificara el hecho sustancial del control y de la represión social, ni que esta tuviera una clara procedencia de clase. Hoy esta polémica nos parece estéril, fruto de la empanada teórica de aquellos años, sucedidos ciertamente por un debilitamiento del pensamiento o por la conversión de los intelectuales en otra cosa, desde luego mucho más conformista y menos liberadora, mediática, a la manera de los nuevos filósofos, todos los cuales hicieron el triple salto mortal desde el maoísmo o similares hacia posiciones conservadoras, en Francia y en España. Mientras los estudios de Foucault, que no deben ser absolutizados a la manera en que se hizo con Marx, siguen produciendo profundos frutos en un sentido emancipador.

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